Una de esas cosa que tenía ganas de hacer cuando supe que iba a pasar unos días en Cadiz era levantarme un día al alba y acudir al puerto de Barbate a ver la llegada de los barcos cargados de pescado fresco.
Por supuesto no podía dejarme la cámara en casa. Pertrechada de todos los aperos, una mañana de este agosto, en la que arreciaba intensamente el tradicional levante de esa zona, me presenté en el puerto sobre las 7.30 para vivir en primera persona ese peculiar momento.
Mi desilusión en un principio fue grande. Justamente esa semana la flota de Barbate se encontraba en los caladeros de sardina de Cádiz, lo que significaba que el de Barbate estaba vacío y sin atisbo de que ningún barco llegara a atracar cargado de pesca. Parece que el día elegido no había sido el mejor pero, como siempre que uno no lo espera, terminas encontrándote con alguna grata sorpresa.
Y así fue, al poco tiempo ya estaba charlando con uno de los responsables del puerto, que me explicaba todo lo que estaba sucediendo en un pequeño rincón del puerto, único con actividad, que había llamado mi atención. Allí, una decena de hombres de mar se encontraban inmersos en las dos únicas actividades que daban vida al puerto en estos días: la carga de una barco con varias toneladas de caballa fresca, para el cebo de los 3000 atunes que mantienen en las piscinas de engorde próximas a la almadraba; y el desmontaje de ésta, en funcionamiento desde el 20 de abril de este año, hasta la temporada 2014.
Todo seguía prácticamente igual que hace 3000 años cuando los fenicios se instalaron en la comarca, dando ya comienzo a la captura de los atunes que atravesaban la zona desde el Atlántico, para desovar en el Mediterráneo. Fueron los fenicios los constructores de las primeras factorías dedicadas al salado del atún, creando una ruta comercial desde esas costas para transportar por barco, a través de todo el Mediterráneo, el atún capturado y tratado en la zona de Gádir, actual Cádiz.
Usaban unas ánforas de barro terminadas en forma de pico de dos asas, que iban divididas por dentro en varios compartimentos. En la base el pescado salado y en las superiores diversas hierbas aromáticas y perfumes, lo que conseguía evitar el desagradable olor despedido durante el largo viaje. Los barcos, cargados con una cama de arena en sus bodegas, viajaban con las ánforas clavadas sobre ellas para evitar se movieran con la mala mar a lo largo de todo su largo recorrido comercial.
Los fenicios fueron los impulsores de una tradición y unas técnicas que siguieron años después los romanos. Estos fueron los fundadores en la actual playa de Bolonia de la ciudad de «Baelo Claudia», encontrándose en ella, aún perfectamente visible, la mayor factoría de tratamiento de atún de todo el mediterráneo. Allí troceaban el atún; lo salaban en grandes depósitos excavados en el terreno y, con los despojos y vísceras de los pescados de la zona, fundamentalmente del atún, macerados a pleno sol durante todo el verano, elaboraban la preciada salsa «Garum», que era una exquisitez para la época. Esta salsa era considerada afrodisíaca, siendo por su elevado coste solamente consumida por las clases más pudientes de la antigua Roma. A la vista de los ingredientes y el tratamiento de estos, estoy segura de que ahora no seríamos capaces ni siquiera de oler la afamada y costosa salsa.
Después llegaron los árabes, a los que debemos la palabra almabraba: “Lugar donde se golpea”.
La tradición sigue hasta nuestros días en los que cada año se siguen colocando los laberintos de redes, tal y como ya se hacía antaño. A través de un conducto formado por redes ancladas al fondo, se consigue ir dirigiendo a los atunes hasta una gran red cerrada y de la que ya no pueden escapar. Allí, tras proceder a la levantada de esta gran bolsa, van elevando los atunes hasta la superficie donde son capturados uno a uno por brazos increíblemente fuertes. No cualquiera es capaz de levantar a pulso piezas, dando violentos coletazos, de entre 300 y 500 kgs. de peso y lanzarlas sobre las cubiertas de los barcos que están alrededor formando un corro, que se va estrechando en la medida que van extrayendo su preciada carga.
En los años 40 la zona disponía de más de 20 saladeros, acudiendo gente de todos los lugares a surtirse de sus famosas salazones. La sal, de las salinas de Chiclana más gruesa de lo normal, es la perfecta para elaborar la mojama. En esos años de penuria en España el producto estrella fue la sardina arenque, pero se salaban cazones, bonitos, atunes o pez volador. Actualmente quedan muy pocas fabricas, aunque siguen trabajando exactamente igual que lo hicieran en su día los fenicios y romanos.
Todo esto me lo contaron en el puerto, pero luego me aconsejaron acercarme hasta “La Chanca”. Una de esas pocas empresas familiares y artesanales que quedan en la zona, en la que han instalado un curioso museo del atún y en el que te explican todo y puedes degustar sus productos. Aquí vimos despiezar un atún y escuchamos el famoso “ronqueo”: ruido que hace el cuchillo cuando las manos expertas del Ronquero lo hacen pasar por la espina dorsal del atún para desprender suss lomos. Un ruido similar al ronquido de un humano, y de ahí su nombre.
Ellos salan, conservan y ahúman una gran variedad de productos de la zona, sobre todo atún, y lo hacen exactamente igual que se hiciera hace casi 3000 años. Un arte que no debiera perderse nunca y que todos deberíamos conocer y valorar por su larga tradición en nuestra historia.
También os dejo un pequeño reportaje fotográfico de esa mañana de agosto, estas son mis dos fotografías preferidas. Espero que os guste.