Charlotte Louise de Rohan

Este bello retrato del pintor francés  Jean-Marc nos presenta a una  joven aristócrata francesa del siglo XVIII llamada Carlotte Louise de  Rohan.  El cuadro refleja  toda la personalidad  de la joven: juventud, belleza, sencillez, hermosura, serenidad, coquetería, simpatía. Toda ella es un regalo para la vista.

No vemos en  este retrato a una mujer  adornada de joyas , con un vestido fastuoso ; un simple vestido blanco de gasa cubre el joven cuerpo de Charlotte,   acompañado de una capa de tafetán azul, que le da un aire muy sofisticado. Un efecto  muy interesante y atrayente  se lo da el  casi escondido collar de perlas que le cae sobre el hombro descubierto. El toque romántico de la juventud de Charlotte, se lo da  las  bonitas y sencillas flores que le adornan el peinado.

Charlotte Louise nació en Paris en el año 1704. Era hija  de Hércules  Meriadec de Rohan y príncipe de Guéméné y Louise Gebrielle Julie de Rohan. En 1722 se casó con el príncipe italiano Vittorio Filipo Ferrero-Fieschi, príncipe de Masserano y marqués de Crévecoeur.  Charlotte y Vittorio fueron embajadores de España en Londres desde el año de 1763 a 1777.  Murió a la edad de76 años en  Chevilly al norte de Francia.

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Tecla a tecla

En un capítulo de la serie House of Cards, el taimado Kevin Spacey debe escribir una carta de trascendental importancia y decide hacerlo en una Underwood que su padre le regaló. Vemos sus dedos golpeando cada tecla y cómo cada palabra va quedando impresa sobre el papel de modo casi solemne. No hay pantallas ni cables de por medio, sólo la tinta indeleble. Esta escena no hubiera sido lo mismo con un ordenador o un iPad. No se trata de renegar ahora de los avances tecnológicos pero sí de reivindicar ese algo mágico que hay en las palabras escritas que ya no pueden borrarse, en el olor de la tinta, en el sonido rítmico de las teclas marcando el papel.

La primera máquina de escribir que recuerdo era una Rheinmetall que había en casa de mis abuelos. Era portátil o al menos esa vocación tenía porque sus dimensiones y peso no la hacían fácilmente transportable. Mi abuelo, ebanista, le había hecho una funda de madera a medida en la que encajaba como un guante y, gracias a la cual, había atravesado el Atlántico desde Venezuela hasta llegar a España sana y salva.

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No portátil pero sí viajera, porque su origen era germano. La compañía que las fabricaba fue fundada en Dusseldorf a finales del siglo XIX, y en 1931 sacó su primera máquina de escribir, aunque su línea de negocio más floreciente era otra muy distinta. Pero aquella máquina no era mía, era de mi padre, que debió sospechar que lo de escribir no iba a ser una afición pasajera porque unos años más tarde me regaló una Canon Typestar 110.

Sé que la trajo de alguno de sus viajes y fue una auténtica revolución porque era electrónica y contaba con una pequeña pantallita que te mostraba la línea entera que habías escrito antes de volcarla al papel, lo cual minimizaba bastante los errores. Además, mis dotes de mecanografía habían mejorado a base de consumir paquetes y paquetes de folios El Galgo. Si bien era más práctica y ecofriendly, a la Canon le faltaba ese sonido rítmico y evocador que yo necesitaba cada vez que quería escribir algo mío. Para los trabajos del colegio era perfecta, pero las musas necesitan su propia banda sonora para ser conjuradas.

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Hoy guardo esas dos máquinas y no hace mucho se sumó a ellas una tercera, emblemática: Una preciosa Underwood (como la de Kevin Spacey aunque menos reluciente) que un amigo rescató del sótano de sus padres y que decidió regalarme. Creo que en aquel momento no fue consciente de lo que ofrecía a una mitómana literaria como yo. Era la que habían usado Kerouac, Scott Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, Raymond Chandler, Arthur Conan Doyle… La de Orson Wells en Ciudadano Kane… Un auténtico tesoro que guardo en mi biblioteca rodeada de miles de libros porque creo que ese es su sitio y porque cuando siento que he perdido la batalla frente a la página en blanco (o más bien pantalla en blanco) acaricio con los dedos sus teclas tratando de invocar tan solo un ápice de las voces que tras ellas resuenan.

Porque las máquinas de escribir tienen algo mágico de lo que carecen los ordenadores. Si no, que se lo digan a Paul Auster que le dedicó un libro a su vieja Olympia. El autor de La trilogía de Nueva York o Diario de Invierno habla de ella como un devoto amante, de su compañía y sus encantadoras abolladuras y cicatrices, y cuenta que cuando sospechó que las cintas dejarían de fabricarse, encargó todas las disponibles a su papelería de Brooklyn y ahora las dosifica morosamente.

Es verdad que los modernos dispositivos tecnológicos nos han facilitado mucho la vida y también nos han dado bastantes sustos, o que levante la mano el que no ha estado al borde del infarto al cerrar sin guardar. Pero la escritura es un oficio artesano que requiere dosis de romanticismo y bastante de magia. El escritor es fetichista por definición y no hay mayor fetiche que una vieja y pesada máquina de escribir con su historia propia a cuestas, con las que pasaron por ella y con las que guarda silenciosa hasta que alguien decida trenzarlas.

Artículo escrito por María Cereijo, periodista y escritora. Podéis seguirla en @capitulosiete o en su alterego compartido de autora juvenil @LabAmy